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27 de julio de 2014

[Ensayo] Unamuno y el pensamiento cientificista - Última parte



“Un hombre espiritual es como la eternidad, intacto para siempre de toda exterioridad”

Ein spiritueller Mensch ist wie die Ewigkeit, für immer intakt alle Äußerlichkeit, esta es la imagen de hombre que tan bellamente cantó Angelus Silesius en sus poemas: un hombre intacto de toda exterioridad, y cuando me refiero aquí a exterioridad es intacto a todo sometimiento a las leyes científicas, a todo intento de convertirlo en un hombre máquina para mejor conocimiento de sí mismo.

En efecto, se acepta hoy en psicología que el comportamiento humano es un movimiento de realización, una práxis que se presenta como valiosa, no como neutral al sujeto que la ejerce, el sujeto que la ejerce le va todo en ella: es algo valioso, no es un proceso aséptico y mostrenco sino un proceso de alguien: un proceso vital que la persona (no el organismo) ejerce en orden a conseguir ciertos fines. Es algo que no es meramente efecto de sus causas sino algo que se ejerce en razón a conseguir ciertos efectos: Por conocimiento y no por mero condicionamiento, como así nos quieren hacer entender los cientificistas. Se ha comprobado, además, que el conocimiento reobra sobre el condicionamiento en el ser humano, que todas nuestras influencias culturales y toda actividad en nuestra vida vuelve a nosotros y no solo mentalmente sino corporalmente. Es, me atrevería a decir, el espíritu del que Unamuno habla el que tiene las riendas del cuerpo del ser humano. Dicho de otra manera, es la cultura la que atraviesa la genética, la biología y que no solo las cambia, sino que las hace valiosas, nos permite plantear un futuro bueno, que es a lo que se dedica la prospectiva: plantear un futuro, con ciencia, por supuesto, pero un futuro que en nuestros planteamientos éticos creamos como bueno.

Es este monismo cientificista algo peligroso, y no tardaremos mucho en desembocar en la última y más sanguinaria cristalización de esta idea.
El monismo cientificista no habla de separaciones entre cuerpo y alma (o mente), eso ya lo da por supuesto, su monismo es más sectario y radical: es un monismo que piensa que cualquier ciencia es capaz de darnos una idea general satisfactoria del mundo en que vivimos. Es importante el adjetivo “satisfactorio”, pues como hombres y no como máquinas, como seres con intenciones y deseos, necesitamos una respuesta que abarque todo nuestro campo de intereses, una respuesta por parte de la ciencia a cuestiones como el amor (ya se ha visto con Avito en Amor y Pedagogía) va a estar siempre sobre cuestiones cuantificables: qué cantidad de sinapsis suceden en el cerebro, cómo se aumenta de temperatura nuestra nariz, cómo se nos enrojecen las mejillas... Los misterios del enamoramiento o del deseo en sentido amplio pueden reducirse a acontecimientos materiales, sin duda, pero no se pueden entender mejor atendiendo a ellos. Que alguien esté enamorado o que, como Unamuno, no quiera de ninguna manera morir, se entiende atendiendo a su historia, a sus influencias culturales, a sus problemas de niño, etc. El intento del psicoanálisis freudiano es asistir a esos viejos recuerdos residuales en nuestras mentes (o, por seguir con el monismo, en nuestros cerebros) e intentar modificar nuestra conducta en base a nuestro conocimiento consciente de ellos. Pero es siempre un conocimiento sobre nuestra historia, el hombre no es naturaleza, sino historia, dice Gasset, y es precisamente eso lo que nos constituye: nuestra historia y lo que hacemos con ella.
Dice un premio Nobel español a mediados del siglo XX que el amor es todo física y química. Se puede criticar esa posición de mil maneras diferentes, pero me quedo con la que el filósofo riojano Gustavo Bueno le dijo en persona: si todo es química y todo se entiende con ella, ¿qué enlace hay entre estas dos palabras -y señalaba dos palabras seguidas de un periódico cualquiera-, iónico o covalente? Entonces Severo Ochoa le miraba sin entender nada y Gustavo Bueno se reía, pensando en el simplismo ontológico del gran científico.

Que dos objetos cualquiera del mundo estén unidos puede ser resultado de la naturaleza (que una montaña se encuentre a determinada altura, etcétera) pero también debemos contar con el factor humano: que hagamos un túnel dentro de esa montaña, o que lo que enlace nuestras palabras del periódico sean reglas sintácticas y no enlaces químicos.

La Montaña mágica de Thomas Mann nos presenta las dos corrientes filosóficas enfrentadas en forma de dos amigos intelectuales que se conocen en un centro de internamiento de tuberculosos. Ante la atenta mirada del protagonista (Hans Castorp) que ejerce de excelente y curioso alumno, Settembrini y Naphta discurren acerca de las más variopintas cuestiones de la sociedad, religión y política.

El protagonista va a visitar a su primo a ese sanatorio pero contrae la misma enfermedad que le obligará a pasar ahí los siguientes años (aunque en esa montaña se pierde, entre otras cosas, la noción del tiempo que se tiene en la “llanura”), toda la novela transcurre allí y estos dos personajes a los que he hecho alusión vertebran la obra y le dan sentido. Esta obra, en efecto, está escrita casi al mismo tiempo en que Unamuno elabora sus tesis (mejor dicho, reflexiones asistemáticas) sobre la realidad y la filosofía, en la novela de Mann se refleja a la perfección cómo han chocado durante los últimos siglos esas dos formas de enfrentarse cara a cara con el mundo. En la parte final de la obra, en el capítulo llamado La gran irritación, los dos intelectuales casi llegan a las manos y optan por retarse a un duelo: sus posiciones intelectuales han dejado de ser tales y ahora necesitan hacer algo que dé buena fe de lo que sus ideas han hecho por ellos, en este sentido vemos aquí al hombre homérico, al héroe que no era otra cosa que lo que hacía. Aun así, Settembrini es el homo humanus unamuniano, es el humanista, opta en el duelo por pegar un tiro al aire porque se ve incapaz de quitar la vida a su enemigo y anteriormente contertulio Naphta ( que sería un trasunto de Lukács).
Naphta, como conservador nihilista, no ve otra salida a la situación que pegarse un tiro a sí mismo.
Pero en la novela (en su final) aparece otro personaje que da la vuelta a esos dos anteriores. Como hemos dicho, estos dos personajes han llevado a lo largo de toda la obra discusiones acerca de cuestiones filosóficas y políticas, pero este nuevo personaje les descoloca por la novedad de su actuar y su nuevo planteamiento vital: es Mynheer Peeperkorn. Es el eros griego, es el trasunto del dios Baco que se ha hecho humano y ha llevado al sanatorio un nuevo aire de fiesta, abundancia, exquisitos ágapes...

Estas tres figuras que se plantean en la novela son los tres modelos de hombre europeo. Uno de ellos dispara al aire, otro se suicida y otro muere en la cama saciado y satisfecho por su vida.

El problema del fascismo tiene bastante relación con el del cientificismo y, ante ambos, Unamuno estuvo en desacuerdo (el famoso rifirrafe con Astray da buena fe de ello).
El fascista en relación a estos tres arquetipos de la novela llevaría a cabo la siguiente acción: honraría con honores a la tumba del nihilista Naphta y metería a Settembrini, por humanista, en un campo de concentración. Mas la importancia teórica del gran nihilista como la del humanista que se desvive por su sociedad presente no debe de ser puesta en comparación con la esencia del fascismo.

Como síntesis de este ensayo voy a hablar de la cuestión en la que hemos desembocado: el fascismo.

El fascismo, al igual que otras corrientes ideológicas actuales, ha usado la ciencia intencionalmente, no como un fin en sí misma sino como una justificación más de sus ideas preconcebidas sobre lo que debería de ser un estado y sus ciudadanos componentes.
El caso más llamativo que ocurrió en la última guerra mundial fue el de la craneometría. El estudio del cráneo, su volumen, las diferencias de volúmenes craneales entre los géneros o las etnias, les sirvieron como un argumento de peso más para sus políticas racistas: si conseguían demostrar matemáticamente que las mujeres o que los negros eran inferiores a ellos, ¿quién podía dudar de esos estudios?, ¿quién podría dudar de una medición de las objetivas matemáticas?

Es aquí donde la filosofía o las llamadas ciencias sociales (las decimonónicas “Ciencias del espíritu”) tienen mucho que decir: el discurso científico no siempre deja fuera de sí mismo intenciones subrepticias, el logos propio de una ciencia como la física o las ya citadas matemáticas no entiende de seres humanos ni de sus pasiones o intenciones, y para Unamuno y para muchos otros ese problema es mucho más evidente y complicado de resolver que una ecuación diferencial o un problema de física cuántica.

Unamuno encuentra en el cientificismo otro modo más de eliminar al ser humano y a su esencia religiosa, espiritual o trascendental. Sus mayores críticas a estas ideas las llevará a cabo en Amor y Pedagogía y en algunas de las páginas de El sentimiento trágico de la vida.
No va a entender cómo se puede estudiar al hombre sin conocerle, sin saber sus nombres y apellidos, sin descubrir sus inquietudes, conocer su historia, su familia, sus amarguras...

Unamuno se proyecta en toda su filosofía, se proyecta a sí mismo como hombre, sin idealismos, teorías ni mixtificaciones, y ese hombre de carne y hueso que es Unamuno, da sentido a toda su obra: el cientificismo le mata y nos mata.

“Si un filósofo no es un hombre, es todo menos un filósofo; es, sobre todo, un pedante, es decir, un remedo de hombre. El cultivo de una ciencia cualquiera, de la química, de la física, de la geometría, de la filología, puede ser, y aun esto muy restringidamente y dentro de muy estrechos límites, obra de especialización diferenciada; pero la filosofía, como la poesía, o es obra de integración, de concinación, o no es sino filosofería, erudición pseudo-filosófica”.
Unamuno, Miguel de. Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, Alianza, Madrid, 1986, pág. 32.  

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